viernes, 12 de noviembre de 2010

En una hora como esta

En la desértica soleada plaza del pueblo de Olvera, se levantaba atacada por el estomago Mercedes que tiraba la silla de madera, y abandonaba a las ocho ancianas de negro que cosían en corrillo. Estas
 eran capitaneadas por Matilda, que ofrecía sesiones de monólogos a sus compañeras, que se encontraban desdentadas, pero no desorientadas. Solo el gato bizco las escoltaba en sus conversaciones, que aceptaba con resignación su vida admirando los dibujos que producen las nubes en el cielo. El viejo y resonante campanario del la iglesia tocaba las seis.
   — ¡Ay! “En una hora como esta” –sostenía el aire Matilda— cuando nuestra  bella niña preferida entraba impoluta, blanca y virgen como una paloma por las puertas de la iglesia. Después de disuadir tentaciones y muchos rezos, su destino no fue el convento, sino entregar su cuerpo y corazón al mejicano Gerardo del Diego. Que llegó a Olvera a caballo, exhibiendo una hermosura y gallardía antes no conocida. Derrochaba dinero, simpatía y encanto, dejando al pueblo a sus pies—Como nos tenia a todas —alegó una longeva con una mirada azul hacia la lejanía —nos tenia locas. Un calido y  mágico aire acariciaba sus canas, hizo cerrar los ojos al gato y entró por la habitación donde se encontraba Mercedes sostenida sobre la mesa dejando a Matilda retomar la historia...
   La misma tarde de la boda—continuaba— no dejaban oír las campanadas los duros y chirriantes muelles donde sostenían  furtivos y mezclados por una incombustible pasión a Gerardo del Diego y a la Puerca. Que fueron vistos  por Benito, el tonto del pueblo, que salió corriendo espantado.
    La novia  radiante entraba en la iglesia, su doncella le dió una señal para disuadirla, pero ella cruzó el templo atiborrado hasta el altar. Al rato de esperar, se escuchó el sonido de la vieja puerta, al abrirse  apareció exaltado el tonto de Benito chillando: ¡he visto a Gerardo revolcarse con la Puerca!
   Un denso y temeroso silencio se apoderó del lugar, al minuto el ramo cayó al suelo y de la boca de Merceditas salio un intenso y voluminoso grito que supero al propio Munch que movió la sotana, llegó al campanario y atravesó las cordilleras más próximas. De las paredes crecieron grietas y los Santos parecían palidecer. El sonido de una orina fue acompañado  de gemidos y alguna que otra risotada. El alcalde mordía sus labios mientras caían desmayos.
   Al día siguiente, en la puerta de la iglesia, aparecía descuartizado bañado en sangre el caballo de Gerardo del Diego. Para él, se cerraron todas las puertas. Como también se cerró la boca de Merceditas  que se comunicaba con una pizarra de madera y comenzó a comer las hojas de  sus libros y  beber sus colonias. Todo Olvera se conmovió. Pero quien mas lo sintió, fue Don Jaime, quien la admiraba desde niña. Que no fue correspondido, pero si compañero de pupitre desde primaria.
   Un año y medio, estuvo Jaime entregando cestitas con frutas de cada estación sobre la ventana de  Merceditas. Estas eran acompañadas de cartas poéticas  que  declaraban un amor eterno y filial. Pero los escritos y regalos no la auxiliaron, solo el paso del tiempo. En la última estación  la muchacha intentó hablar y poco a poco de su boca  salían  palabras. Siguió los instintos de la propia naturaleza.                   
   Y se dejó ayudar y seducir  por el inagotable  Don Jaime.
A los tres años de noviazgo, llegó la esperada boda. Otros tres años pasaron, hasta que llegaron las tres hijas, que  con los años, tres novios aparecieron, dando siete nietos a la abuela Mercedes.
   
Al ver a su abuela con malestar sobre la mesa de la cocina, la nieta, le preparo una manzanilla y llevó a Mercedes sobre una mecedora al fresco.
   Matilda mientras enhebraba una aguja terminaba diciendo: —Su pequeña dolencia…. no se sabe, si es el  sonar de las campanas, las colonias o todas las historias que trago al comer libros. Pero esta claro que vivió su historia. Aquel que no ha tenido una historia, es que no ha sabido vivir.
   Las campanas  redoblaron  sobre la plaza y el gato bizco miraba a las mujeres y a las nubes.
 Cuando Mercedes se recuperó, acompañada de su nieta con la chaqueta oscura sobre sus hombros, se unió  risueña al grupo en la plaza, para acabar de bordar un jersey para el nieto más pequeño.

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