viernes, 12 de noviembre de 2010

El camino

   Mi cuerpo yacía herido de bala en el costado sobre la nieve,  sin saber el tiempo que llevaba inconsciente por el dolor y el  fuerte frió. Al fin, fui recogido en medio del temporal por dos monjes franciscanos.
   Dentro del monasterio, al entrar en razón, mis brazos y piernas comenzaron a temblar y ellos rápidamente me  frotaron con mantas llevándome a la cocina  hasta obtener un calor deseado cerca del fuego. Mi cuerpo revivía tras la temperatura. Me dieron  poco a poco un caldo caliente de pollo,
el cual, bajaba a mi estomago como una agradable caricia lenta y calida. Sin darme cuenta me dormí.
 Se percataron  de mi herida.
   Al día siguiente, me llevaron a la enfermería. Silenciosos y afables los monjes limpiaban  con cuidado las partes  de mi cuerpo dolorido y amoratado. Inhalé un pañuelo, el cual me anestesio, al rato note un profundo dolor por la extracción de la bala que al final cayó ruidosa sobre un cuenco metálico.
   Durante mi recuperación leía el Evangelio y vidas de santos. Tras las columnas, en la penumbra escuchaba a los monjes dar misas, el olor a incienso me transportaba llenándome de bienestar. Otras veces los oía cantar gregorianos, produciendo un fuerte bálsamo en mi cuerpo y mi alma.
   El  abad Luis era un hombre regordete, sonrojado,  con una mirada profunda y llena de paz. Una mañana el Abad  me trajo un libro de San Juan de la Cruz diciendo que abriera mi corazón a Dios.
   Una tarde, en medio de la soledad y la quietud,  en mi habitación, busqué a Dios y quise sentirlo dentro de mí. Al principio,  note un agradable calor en mi alma, fue creciendo como una pequeña llama, luego esa presencia de bienestar se iba extendiendo por el pecho llegando a la cabeza pasando  a las extremidades. Todo mi ser estaba envuelto de un amor que hasta entonces desconocía.
 A los días, hablé de mi primera experiencia espiritual con el Abad Luis, arrepintiéndome de mi pasado.
  Llegó la primavera con el final de la guerra, me despedí del monasterio. Cambié  políticamente de bando,  mientras iba recibiendo noticias de seres queridos perdidos. Me incliné hacia los heridos y los necesitados. En medio de tanta desolación y destrucción general, trabajaba constante y firme con mis nuevas convicciones.
   Cuando ya se reestructuro el país,  a los cinco años viaje  y conocí nuevas religiones, y me di cuenta que todas decían casi lo mismo. Entre en una crisis existencial, buscando a Dios sin encontrarlo. Caminaba desorientado entre las calles, sin nada que me pudiese llenar, y en medio de aquel vacio,  una noche de lluvia mí mente volvió como de costumbre a acordarse del monasterio.
   Acudí a hablar con el Abad Luis, sobre mi conflicto. Paseamos debajo del sol por el claustro y junto a un ciprés me dijo;”Que Dios se hallaba en todas las cosas, que se estaba en el interior de cada uno, dentro y fuera del monasterio”.
Ahora me encontraba como un hombre nuevo,  con la puerta del monasterio abierta, y un camino a la derecha. Ahora tenía tan solo que elegir. 

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