La señora Kate vivía aislada entre pequeñas y seductoras antigüedades, algo cansada por el peso de los años, pero a pesar de su edad se sorprendió al recibir una carta de su primer amor escrita a mano.
Sin ilusión, comentó la noticia a sus dos mejores amigas las gemelas Ryder; que siempre hablaban a la vez e iban con sombreros floreados y del brazo. Al enterarse, se llenaron de la excitación que a Kate le faltaba, intentaban con educación que respondiera a la propuesta de volver a verse, pero Kate ya no se sentía ni joven, ni guapa, ni nada de lo que ya había sido.
En compañía de la voz de Ella fitzgerald, Kate miraba, en su pequeño salón, con nostalgia el álbum de fotos y pasaba las páginas con su mano delgada y revivió los momentos mas felices de su vida. De repente en una de las diminutas fotos se encontraba él; al verlo sintió que una puerta cerrada después de tantos años comenzaba a abrirse. Sus verdes ojos se deslizaron lentos hacia la carta, luego palpó sobre su rostro algunas arrugas y se arregló su pelo blanco. Por la noche en su cuarto la tentación le rondaba, pero se contradecía, se veía fea, mayor y tan deslucida. Pasó días de lucha interna sin saber qué hacer y acabó por llorar.
Una tarde soleada en el jardín a la hora del té, las hermanas Ryder con mucho encanto y persuasión, la convencieron para que se arreglase y quedara con él. Al final se preguntó: ¿cómo quedaré? …
Las gemelas comenzaron con masajes corporales y faciales y hablaban sobre la belleza. La señora Kate quedaba sorprendida al verse con mascarillas y baños de vapor. Su fuerte pelo fue coloreado por un castaño dorado, como el que antes tenía. Con chistes de vecinas le arreglaban y pintaban las uñas. Las cremas daban un resultado magnífico y notaba que renacía por dentro y por fuera. Entre las tres abrían las puertas de los armarios, como las tapas de botes y perfumes, y así bailaban los vestidos entre unas fragancias exquisitas para su última elección. El joyero de nácar se volvió a abrir y Kate eligió, sin dudarlo, tres únicas piezas. Los zapatos los desenvolvieron de papeles suaves, que obstaculizaban el paso.
El último día sus ojos hermosos de manera sinuosa se pintaron, sus finos y elegantes labios se perfilaron con carmín y unos polvos de maquillaje la hacían estar más pletorita que nunca. Su brillante pelo se moldeó con un recogido clásico.
Las hermanas Ryder la llevaban sonriente despacio hacia el espejo del salón, con un distinguido vestido, crema de seda. Sus zapatos eran ocres con algo de tacón. De sus orejas colgaban unos delicados pendientes de oro. En su cuello lo envolvía con un elegante collar de perlas y en su mano izquierda una sortija de zafiro. Dejaba una estela de un dulce perfume francés. Al mirarse así misma, admirada de tal cambio se conmovió (al verse como siempre había sido). Y la duda que tenia de cómo podía quedar quedó disipada.
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